Tuesday, December 12, 2006

NO ERAN MONTAÑAS

Cierta vez fui un ladrón vestido de gris, que huía de los perros de la justicia cortadora de manos a través de un bosque donde todo era azul: la hierba el silencio el aire los árboles y las flores y los árboles y las liebres y los búhos.

Corría siguiendo un sendero, aunque sabía que era en el río y no en el sendero donde los perros perderían mi rastro.

De pronto llegué a una encrucijada y miré: al final del camino de la izquierda había una casa azotada por la lluvia, y mi hermano y un hombre viejo corrían hacia los patios interiores.

Al frente, el camino se perdía entre unas zarzas enormes.

A la derecha, la huella conducía hasta un lago en que se reflejaban dos montañas, que luego no eran montañas, sino dos senos oscuros y magníficos, que eran los senos de La Noche.

Tomé el camino de las zarzas.

De pronto, yo comiendo frutas, con hadas rojas a mi alrededor.

Vuelvo a oír a los perros, pero no me asustan: han ido a comerse a mi hermano y al hombre ahora más viejos, en la casa llovida.

Continué, y pájaros.

De pronto estabas tú a mi lado, y al correr a través de las zarzas las espinas nos desgarraban la ropa, pero no la piel.

Después de tres minutos o cinco días o una hora de carrera nos detuvimos a recuperar el aliento, y sólo en ese momento me di cuenta de que el bosque es azul porque es de hielo, y no alcancé a decírtelo, y te sacaste la capucha, y soltaste tu pelo rojo, que es de fuego, y el bosque entero se derritió, y los dos nos gritábamos en el oleaje del bosque derretido, y tratábamos de alcanzarnos, y un segundo antes de tocar tu mano, los dedos de tu mano...

Pero no te has ahogado, porque estás aquí acostada, tibia, despeinada, desnuda.

Cuéntame tus sueños.

ADVERTENCIA

Quien al amanecer (justo antes de despertar) sueña que despierta y se levanta, y que toma una ducha y se viste, que desayuna y sale de casa rumbo al trabajo o a su escuela o a la casa de su amante, corre el riesgo de subir en el autobús que pasa sólo a esa hora, y que hace parada en todos los sitios temidos y en los escenarios de las pesadillas y en los dominios del tedio, de donde -esto lo sabemos- no hay regreso.

ATACA LAS CALLES

Te tomo de la mano y corro. Preguntas qué pasa, y te digo que no es eso lo que importa ahora, que hay que correr, salir de aquí, que no podemos quedarnos, que hay que escapar.
Todo está en silencio, desierto. No hay nadie en las calles, y corremos, corremos. Oímos música mientras corremos, pero no es música de verdad, es el ruido de nuestros corazones agitados y nuestras neuronas frenéticas, pero es música siempre, y seguimos corriendo. Y el aire está distinto, el cielo es verde o morado, y hay algo en el ambiente que lo llena todo, y es lento y rápido al mismo tiempo y es como otra música, y sabemos lo que ocurrirá un segundo más tarde. Siento que todo es muy veloz, como ir montado sobre rieles suaves, como estar anestesiado o drogado, pero no te lo digo porque no sé como explicártelo.
Lo que sé es que hay que correr, y la ciudad ha cambiado. Llegamos a una entrada del Metro, y no nos atrevemos a entrar. Hace calor, pero el viento sopla entre los edificios, y seguimos huyendo.

Los rieles suaves han dejado de ser suaves. Sabemos que se acerca, y también el peligro.

Ahora vamos sobre el carro de una montaña rusa imaginaria, y temes caerte, o que se descarrile el trencito de colores, o que nos encuentre y nos atrape. Nos metemos por una callecita, y luego un pasaje empedrado, lleno de hojas que alguien amontonó en la vereda, y que ahora están esparcidas por todas partes, después del viento.
Es raro, pero no estamos cansados. Seguimos corriendo, y hace cada vez más calor, que es un calor sin sol, y parece que el cielo está más cerca de nuestras cabezas que antes.
Llegamos a una bifurcación; me paro a pensar, pero la música y el cielo verde y tu pelo no me dejan. Volvemos a correr.
Sólo hay que llegar a un lugar seguro, un refugio. Trato de encontrar alguno, pero está por todas partes, y se nos van acabando los caminos.

Nos está cercando y me doy cuenta, pero tampoco te lo digo. Tú todavía no, pero yo he visto las puntas de su sombra en las bocacalles, en los reflejos de las vitrinas, en las esquinas de las calles paralelas.

El miedo me llena el estómago, pero trato de continuar. Estás cansada, y tengo que tirarte de la mano para que no te detengas a respirar.

Se acerca cada vez más, y lloras, asustada de verdad por primera vez en tu vida. Ya no corremos, porque el piso tiene imanes que atraen el miedo, y levantar los pies se hace muy difícil. Tropezamos, nos levantamos, y se acerca.

Estamos desorientados, y nos metemos en un callejón. Entonces llegamos al fondo, y casi chocamos contra la pared, y se acerca. Volvemos a caer, y nos arrastramos a un rincón, y tratamos de escondernos detrás de los basureros y los diarios arrugados, pero nos ha visto. Nos abrazamos temblando y lloramos bajo el cielo que es el techo del callejón, y el viento nos descubre, el miedo mezclado con sudor se nos sale por los poros, el aire es irrespirable. Empuja los tarros de basura, nos destapa, nos atraviesa con sus ojos y nos deja clavados al piso, implacable.

Es la Noche.

Perdimos.

PALINDROMIA

Había una vez dos mundos cercanos hasta la tangencia, pero ignorantes el uno del otro: estaban situados a ambos lados de un planeta plano; como escritos en el anverso y el reverso de un papel; como un espejo puesto en la tierra, la cara pulida al cielo. Y eran idénticos, y todas las cosas tenían su igual en el otro mundo, y lo que ocurría allá ocurría también acá.

Y he aquí que en un mundo un día una madre mandó a su hija a buscar agua al pozo, y en el otro, otra madre mandó a otra hija a buscar agua al pozo -que era sólo el otro extremo del mismo pozo, sólo el reflejo, un túnel-. Y he aquí que en un mundo una niña llegó al pozo y se miró en el agua, y cuando vio allá abajo a una niña asomarse la creyó su imagen, y no supo que no era ella misma, sino la otra niña asomada desde su propio borde, queriendo verse en el agua fría y profunda. Y mientras se miraban, quisieron tocarse -porque a cada una su reflejo le parecía hermoso y vivo-, y tratando de alcanzar la punta de sus dedos, ambas cayeron, y atravesaron el muro tenue que separaba los mundos.

Y de cada pozo, una niña fue sacada por una lavandera que la llevó a una casa que creía suya, a una madre que creía su madre.

Pero no.

Cada una devolvió a su mundo una niña que correspondía al otro. Sin embargo, las lavanderas nunca se dieron cuenta.

Las madres nunca se dieron cuenta.

Las niñas –que sueñan lo ajeno- entran a veces en habitaciones equivocadas.

Planetoide Doble, M.C. Escher.